El alcance de la ética procedimental a
la luz de la Doctrina Social de
la
Iglesia
por José J.
Escandell
¿Pueden acogerse en el marco de
la Doctrina
Social de la
Iglesia las propuestas laicas de la ética
procedimental?
Ruego que se me disculpe por el aparente
carácter erudito, o, peor aún, por la posible pedantería, del interrogante que
acabo de enunciar. No quisiera que las ramas de las palabras ocultaran el bosque
del asunto al que quiero referirme, y que, por eso, debo a continuación explicar
en sus perfiles necesarios.
Se llama "ética procedimental" a una corriente de
la ética contemporánea, cuyos más relevantes representantes son Karl Otto Appel
y John Rawls. Estos autores discrepan entre sí en más de una tesis, pero
concuerdan en el sostener que sólo son aceptables como normas morales aquellas
que reciban, o puedan recibir, la aprobación de los afectados por ellas. Lo de
"procedimental" significa,
entonces, que el problema es determinar qué procedimiento o mecanismo es el
adecuado para que se produzca la aprobación (o, en su caso, el rechazo) de las
normas con aspiraciones universalistas.
Añadiré que, en España, la más
caracterizada representante de la ética procedimental es la profesora Adela
Cortina, Catedrático de Ética en la Universidad de Valencia. Lo
interesante del caso es que, además, la profesora Cortina pretende que la ética
procedimental es perfectamente cristiana. Por mi parte yo anticipo que tengo al
respecto algunas objeciones importantes.
Pero no miremos ahora la cuestión en sus
detalles, sino en el marco que le presta su relevancia e interés. ¿Por qué
habríamos de pararnos a estudiar este asunto? A este respecto considero
conveniente hacer tres observaciones:
1ª
observación. Como todo el mundo
sabe, la Doctrina
Social de la
Iglesia, que "está
constituida única y exclusivamente por los pronunciamientos oficiales del
Magisterio pontificio y conciliar, por vía generalmente ordinaria, sobre los
diferentes ámbitos de la convivencia" (1) , consiste formalmente en
"el conjunto de enseñanzas, que el
Magisterio de la
Iglesia católica ha expuesto y urgido en la época contemporánea
sobre la llamada cuestión social" (2) , según la fórmula que gusta
emplear D. José Luis Gutiérrez en su célebre y muy recomendable Introducción a
la Doctrina Social de
la
Iglesia.
Importa no olvidar que "el adjetivo «social» en el término compuesto
Doctrina Social de la
Iglesia abarca todos los campos en los que modernamente se
desarrolla la convivencia humana. En otras palabras, se extiende objetivamente
al entero panorama de las realidades temporales que configuran y condicionan la
vida del hombre en sociedad" (3) . Así delimitada, podemos entender
la Doctrina Social de
la Iglesia
como la doctrina cristiana y católica sobre la vida social del
hombre.
Y en tal sentido, debe advertirse que
la Doctrina
Social de la
Iglesia incluye todas las propuestas verdaderas y justas que,
sobre el vivir del hombre en sociedad, pueda elaborar la razón humana. Pues en
efecto, la razón natural es una fuente
radical de la Doctrina
Social de la
Iglesia, como dice D. José Luis Gutiérrez. Así lo
explica: "En cuanto a la razón como segunda
fuente radical de la
Doctrina Social de la Iglesia, debe recordarse que el
Magisterio de la
Iglesia hace suyos los enunciados que la razón humana, en su
ejercicio y despliegue correctos, dicta para el ordenamiento justo de la vida
social. Asume, desarrolla y vigoriza no pocos elementos del orden natural en su
corpus de enseñanza, ya que el Evangelio confirma y ahonda «los valores éticos
contenidos en la ley natural».
Y sigue diciendo: "La
Iglesia católica profesa una alta estima de la razón. No la
supervalora, como si fuera la medida universal suprema de todo. Ni la subestima,
como si fuera incapaz de alcanzar la verdad objetiva. Puede y debe hablarse por
ello de un sano aprecio cristiano de la razón, perfectamente compatible con el
humanismo teocéntrico, que la cosmovisión cristiana de la vida defiende y
vive".
En conclusión: "El Magisterio Social de la Iglesia dispone así de convicciones
de razón y de convicciones de fe. Acepta de grado todas las grandes conclusiones
ciertas que proceden del ejercicio correcto de la razón a la luz de la
experiencia, las cuales se complementan con las convicciones basadas en la
palabra de Dios revelada a la humanidad en Cristo y por medio de Él. Por esto,
la Doctrina
Social de la
Iglesia ve siempre «a la luz de la razón y de la fe los
fundamentos y los fines de la vida social»" (4)
.
Vistas las cosas desde esta perspectiva,
resulta obvio que tiene sentido la confrontación que propongo entre Doctrina
Social de la
Iglesia y ética procedimental. Porque con aquello en que la
ética procedimental resulte acertada podrá enriquecerse, sin duda, a
la Doctrina
Social de la
Iglesia, mientras que lo equivocado y rechazable de esa ética
tendrá que quedar, por esa sencilla razón, fuera de la Doctrina Social de
la
Iglesia.
Porque en esto se tiene un caso más
de la universalidad de la doctrina católica en general, y de la doctrina
católica sobre lo social en particular. La enseñanza cristiana no es,
objetivamente hablando, una más entre varias opciones, sino que es la única
realmente posible, porque en ella se recibe toda la verdad, bien sea la verdad
revelada, bien sea la verdad conquistada por el hombre. Nada de lo verdadero y
lo bueno nos es ajeno a los católicos, sino que nos pertenece en la misma medida
en que creemos en Cristo como la pura, absoluta y completa
Verdad.
2ª
observación. Hace unos días
llegó a mis manos un volumen titulado Historia intelectual del siglo XX, recién
editado en España, cuyo autor se llama Peter Watson. Tiene casi mil páginas.
Trata de ser una exposición exhaustiva del asunto, una historia que agote los
datos del siglo XX, y de tan querer serlo hay veces que el lector se pierde
entre tantos nombres y tantos datos. Lo que sobre todo me ha llamado la atención
y, si debo ser sincero, me ha llegado a irritar, es un doble hecho. Por un lado,
el que el autor ignore olímpicamente todo lo acontecido en el mundo
hispanoamericano. Apenas si se menciona a Ortega, Dalí, Picasso, Tàpies y poco
más. Y por otro lado, me han chocado sus referencias a los católicos, tan
escasas como hirientes. Entre 965 páginas totales, sólo dos se refieren al
Concilio Vaticano II, y ello para acabar diciendo que "el Concilio Vaticano II constituyó una oportunidad
perdida" para la "modernización" de la Iglesia, es decir, para la aceptación
del aborto y de la regulación artificial de la fertilidad" (5) .
Pues bien, este libro ya lleva dos ediciones.
Hablo de este libro como podría hacerlo
de otro titulado La generación de la
democracia. Nuevo pensamiento filosófico en España, recientemente
editado por Tecnos y Alianza (6) , en el cual cualquier pensador que de lejos
pueda parecer que se acerca al catolicismo ha sido perfectamente
silenciado.
Estos dos casos, y otros muchos que
podrían añadirse ponen a la vista un hecho tan grave como doloroso. Este hecho
consiste en que, a mi modo de ver, el cristianismo está siendo arrojado del
mundo. Es decir, nos encontramos con que los que no piensan ni actúan "en católico", y salvo excepciones, nos
vuelven la espalda y se comportan con nosotros, en el mejor de los casos, como
con pretendientes que deben hacer méritos para llegar a ser aceptados en el
mundo adulto y moderno. Ellos se tienen como los auténticos dueños del mundo y
se creen con derecho a admitirnos o excluirnos de él si ellos quieren, siendo
así que el mundo, en su plena y radical realidad, es nuestro lugar nativo y
propio.
Esta situación, dolorosa, como digo, y
también desconcertante y ridícula en algún sentido, hace ver que la
confrontación entre la
Doctrina Social de la Iglesia y las éticas procedimentales
tiene también -quizá: sobre todo- los rasgos de una verdadera alternativa. Ello, justamente en la misma
medida en que estas éticas (o cualesquiera otras) se presenten a sí mismas
como éticas laicas. Este es un
punto de la máxima importancia.
La idea de que la ética sea laica procede, como bien se sabe, del
intento por conseguir un mínimo factor
común de convicciones morales en este mundo secularizado y plural.
La ética laica pretende, al menos en cierto modo, ser una solución a la
desaparición de Dios como garante común y universalmente aceptado de las
obligaciones morales. Y esto, que en apariencia podría entenderse como algo
positivo o, por lo menos, como lo menos negativo hoy posible, encierra sin
embargo un par de dificultades de no poca monta.
a) En primer lugar, las éticas laicas
participan, más o menos rotunda y explícitamente, de la idea de que el hombre es
un sujeto moral autónomo. Y
esta es una idea tan significativa como dificultosa. Véanlo expresado en un
párrafo cortante y ciertamente tremendo de Esperanza Guisán: "La ética laica, o la ética
simpliciter, no atenta contra
las religiones en general, sino contra aquellas, o aquellas partes de algunas,
que atacan frontalmente los principios básicos de la propia ética, a saber,
aquellas religiones, o aquellas partes de los credos religiosos que alientan o
incluso exigen la heterenomía moral, el estancamiento del individuo en la etapa
más infantil de su desarrollo, haciéndonos "niños", "hijos" sumisos y obedientes a algún
"padre". La ética tiene como
objetivo propio destronar monarcas, eliminar autoridades, proclamar nuestra
propia autodeterminación, nuestro devenir padres de nosotros mismos, nuestra
propia hechura" (7) .
No todos los partidarios de la ética
laica son tan duros, y tan extremados, en sus tesis. Pero sin duda es difícil
entender cómo sea posible que el hombre sea autónomo y que, al mismo tiempo,
deba someterse a las leyes y órdenes de Dios. Seguramente es posible despojar al
concepto de la "autonomía" de
esta limitación que la lleva a hacer del sujeto autónomo un ser supremo; pero
también es patente que no pocos de los defensores de esta palabra significan con
ella algo del todo inaceptable para la ética realista y para la Doctrina Social de
la Iglesia.
A ello volveremos más tarde.
b) En segundo lugar, y como en simetría
con lo que acabo de señalar, no puede dejarse de lado, como ya demasiado oída,
la conocida sentencia de Dostoievski: "Si
Dios no existe, todo está permitido". Es decir: cabe tener lógicas
reticencias hacia una ética fundada en otra cosa que no sea Dios. Pero la
moderna ética laica justamente supone, no ya una separación respecto de
cualquier fundamentación teológica positiva (es decir, en un credo determinado),
sino también de cualquier basamento metafísico o
teológico-natural.
La enseñanza católica, como recuerda el
moralista Aurelio Fernández, "profesa que
el fundamento último de la vida moral es la creencia en Dios. En efecto, desde
la primera página de la
Biblia (Gen. 2, 16-17), Dios es quien determina lo que es
«bueno» y
«malo», y lo impone al hombre
porque su ser y su felicidad dependen de que admita ese juicio moral propuesto
por Dios" (8) .
O en términos no teológicos, sino
filosóficos: las leyes morales consisten en el modo de actuar conforme a nuestra
naturaleza; actuar moralmente bien consiste en una libre afirmación de nuestro
ser, como señala Millán-Puelles (9) . Ahora bien, siendo ello así, es decir,
como ello supone que la ley moral está en la naturaleza humana, el autor de esa
ley es el mismo que lo es de nuestra naturaleza, y ese autor no puede ser, ni
más ni menos, que Dios. Por lo tanto, y radicalmente considerada la cosa, "si
Dios no existe, todo está permitido".
No obstante todo lo cual, es opinión del
mencionado moralista Aurelio Fernández que el intento de una ética civil
laica "a priori no debe ser
condenado". Y explica enseguida que, si bien "el intento y la defensa a ultranza de la «ética
civil» conlleva algunos riesgos", esa ética es la posible
en "una sociedad «laica», que niega el
recurso a Dios y que es intelectualmente plural" (10) . "En consecuencia -dice, para terminar,
este autor-, la actitud de los católicos
ante la «ética civil» es doble: denunciar sus insuficiencias y, al mismo tiempo,
ofertar la moral católica con la convicción de que ofrece al individuo y a la
convivencia social la solución para afrontar con eficacia los graves problemas
que demanda la sociedad y la cultura de nuestro tiempo" (11)
.
Es decir: que el pábilo humeante no debe
ser apagado y, por lo tanto, en las éticas laicas hay que abrazar los elementos
positivos que en ellas se puedan encontrar, si bien no puede dejar de señalarse
su estar mezclados, sin duda, con enormes dosis de
error.
Dicho esto, pasemos a la tercera observación. La ética
procedimental, en cualquiera de sus variantes y modulaciones, responde
al "hecho de una cultura «laica», precedida
y acompañada de un pluralismo que abarca los diversos ámbitos del pensamiento y
de la vida social, política, etc." (12) . Pretende ser una solución
al problema que se plantea, en las sociedades democráticas actuales, con el
pluralismo omniabarcante y la libertad ilimitada. Porque a nadie se le escapa
que, tomada en todo su significado y sin exageración alguna, de la afirmación,
tan alegremente manejada a veces, de que "en democracia pueden defenderse todas las
ideas", se sigue no solamente la absoluta inmoralidad, sino también
la destrucción de la propia democracia. Por ello, aunque la democracia es el
sistema social de la "tolerancia", ni los más acérrimos
demócratas ignoran que al menos algo es intolerable, siquiera lo sea la
intolerancia misma, como, por ejemplo, sostiene K.
Popper.
Así, pues, la democracia no es el modo
de vida social que se abre a todas las posibilidades sin absolutamente ninguna
restricción. Junto a la prohibición de la intolerancia, se abre camino también
en las democracias modernas el rechazo hacia el racismo, la xenofobia, el
sexismo, el terrorismo, etc. Ningún régimen democrático, ningún demócrata es tan
insensato y tan suicida que llegue a admitir seriamente toda opinión y cualquier
comportamiento.
Tampoco se trata, por parte de los
demócratas extremos, de que todos los principios de organización y conducta de
los pueblos puedan ser objeto de votación. Ni siquiera para los demócratas más
exagerados es de recibo el relativismo arbitrario de los puros juegos de las
mayorías. Nadie, por ejemplo, estaría dispuesto a que dependa de una votación
popular su propia ejecución, siendo inocente.
Ahora bien, las limitaciones que la
democracia acaba reconociendo a las conductas de los ciudadanos, ¿cómo se
justifican? La pura necesidad fáctica de estas limitaciones, su mero ser un
hecho, podría parecer suficiente. Pero no puede ser así, porque el régimen
democrático se supone, en principio, como el régimen de la máxima libertad y,
por lo tanto, las limitaciones a la libertad en el marco de la democracia
significan una aparente contradicción en la propia democracia, una aparente
incoherencia en el propio corazón de la democracia, cosa que necesita una
explicación urgente.
Esta situación explica la aparición de
las éticas civiles y laicas en general, y de las éticas procedimentales en
particular. Las éticas dialógicas y procedimentales pretenden hacer pie, más o
menos, en los planteamientos morales de Kant y conseguir así que tengan solidez
algunos principios que puedan valer en el orden de la convivencia humana. Se
trata, como declara A. Cortina, de "intentar responder... al gran reto legado por
Nietzsche: averiguar si el orden moral desde el que cobran sentido la autonomía
personal, el derecho moderno y la forma de vida democrática tiene realidad o es
tal orden ficticio" (13) . Pero, ¿puede este programa ser acogido en
esos mismos términos en el marco de la Doctrina Social de
la Iglesia?
Ese es el asunto del que quiero ocuparme a
continuación.
Veamos. Comencemos por caracterizar las
tesis decisivas de las éticas procedimentales para tratar, a continuación, de
valorarlas y discutirlas.
1. La ética procedimental parte de la convicción de
que "el fortalecimiento de la sociedad
civil requiere, como condición de posibilidad, la potenciación de una ética
compartida por todos los miembros de esa misma sociedad" (14). Esto
significa, como es claro, que las éticas procedimentales, aunque son éticas
modernas (es decir, aunque se construyen a partir de los postulados de
la
Ilustración), son postilustradas, en la medida misma en que
incluyen al menos el anhelo y la declaración, como vemos, de directrices éticas
que vertebren a las sociedades. Tienen la convicción de que las sociedades
funcionan mejor, digámoslo así, si los ciudadanos tienen convicciones morales
comunes, que si no las tienen. Frente a posiciones inmoralistas, amoralistas y
hasta antimoralistas de algunas corrientes modernas, la ética procedimental, lo
mismo que las éticas laicas o civiles, reconocen, por fin, que una sociedad sana
y equilibrada incluye la vigencia real compartida de valores y normas
morales.
En esto resulta la ética procedimental
digna de aplauso y perfectamente aceptable. Es para alegrarse el hecho de que,
por fin, alguna corriente de pensamiento moderno descubra algo, en sí mismo tan
simple y evidente, de que una sociedad necesita de una unidad en lo moral. Pero
una vez dicho esto, hay que preguntar: ¿cómo determina esta ética el contenido
concreto de esa moralidad compartida por todos los miembros de la
sociedad?
2. Este es el problema, que enseguida abordaremos.
Antes es preciso dejar constancia de un segundo puntal de estas éticas. Y es que
también estas doctrinas subrayan con claridad el valor absoluto de la persona
humana. Esta afirmación está presente de forma explícita y clara en los textos
de todos los partidarios de estas éticas, y en ello hay sin duda un mérito
innegable (15) , aunque se puedan tener motivos para recelar de que la idea de
ese valor y dignidad del hombre se apoyan en razones adecuadas. En efecto, la
raíz kantiana de estas doctrinas lleva aparejado el que, cuando se subraya el
valor de la persona, ello se haga sobre la base de una idea de la racionalidad
por lo menos discutible.
3. Una vez reconocidos estos dos méritos, a
continuación hay que tomar en cuenta otras tesis especificativas de las éticas
procedimentales. Recuperemos la pregunta que antes dejamos en el aire: ¿cómo
determina esta ética el contenido concreto de esa moralidad compartida por todos
los miembros de la sociedad? Tal como la entiende Adela Cortina, esa ética que
habría de ser compartida en sociedad es una ética de mínimos. Y lo decisivo es
que es de mínimos a fuer de ser común, universal y racional. Para que la
cuestión se pueda entender en sus justos términos nótese que, junto a la ética
común de mínimos,
la Prof.
Cortina reconoce la existencia de "morales de máximos", una de las cuales
lo es la cristiana. Véase cómo lo explica: "Dios no prescribe, invita; no paga lo debido,
regala; no pasa cuentas del mal, perdona. «La ley vino por Moisés» -dice San
Juan-, y la ley se aferra a las morales deontológicas -podemos añadir-. Pero por
Jesucristo no vino la ley, sino la gracia, por eso, si el cristianismo además de
una religión quiere ser una moral, tendrá que ser una moral de máximos, una
moral de la vida buena, mientras que una moral cívica será una moral
deontológica, de mínimos. Y esta diferencia hace que carezca de sentido
presentarlas como alternativas, como rivales..." (16)
.
Creo que en este modo de presentar las
cosas no se puede seguir a la Prof. Cortina, justamente en la
misma medida en que pone en correlación el tamaño o extensión de la ética
compartida y la universalidad de sus contenidos. ¿Qué tiene que ver el ser común
a los miembros de la sociedad con el que algo sea en sí mismo de valor
universal? Al margen de las objeciones que se puedan hacer, con toda justicia, a
la interpretación que Cortina hace de los conceptos cristianos de "ley" y de "gracia", además de lo que se pueda decir
acerca de su concepto del Dios cristiano, hay que señalar aquí -por lo que a
nosotros ahora interesa- que la condición de "mínima" que la ética compartida tiene
para Cortina no tiene más apoyo que la posibilidad del hecho de ser compartida
por los hombres que componen la sociedad.
4. En el fondo de este modo de pensar se está jugando
de una forma equivocada con una conexión entre "ser universal (y racional)" y "ser compartido por todos (los sujetos
racionales)". Lo que es universal puede sin duda ser compartido por
muchos sujetos, sean racionales o no. Pero tan universal puede ser la verdad
como el error, la justicia como la injusticia, la moralidad como la
inmoralidad.
Esto explica que la ética dialógica
pretenda ser racional sin por
ello pretender ser verdadera.
Para las éticas procedimentales, el concepto de la verdad -y el del bien
verdadero- desaparece, envuelto en los pliegues de la comunidad social. Para
estas doctrinas, es bueno lo consensuado o lo consensuable en principio. Esto mismo es lo que admite
Cortina cuando escribe que "a mi modo de
ver, como mantienen la pragmática universal y trascendental, defender algo como
verdadero o como correcto significa creer que ese algo es justificable
argumentativamente ante todo aquel que disfrute de competencia comunicativa. No
que de hecho venga a aceptarlo
o que del hecho de que lo acepte se siga que es verdadero o correcto, porque el
criterio de verdad o corrección no puede ser el consenso, sino que «verdadero» o
«correcto» significa que lo tengo por defendible ante cualquiera que
se sitúe en condiciones de racionalidad"
(17) .
El planteamiento que hace A. Cortina del
procedimiento para encontrar los valores morales parece poner a salvo a la moral
del puro facticismo que se daría si se sostuviera que es lícito moralmente lo
que de hecho es admitido como tal por los miembros de la sociedad. El texto que
acabamos de leer es terminante en este sentido, y ello es también, cómo no, un
mérito de la ética procedimental que ahora analizamos. Pero, al mismo tiempo,
esta ética deja el valor moral pendiente de una racionalidad que alguien tendría que
suponer que se puede dar en unas condiciones
indeterminadas.
El criterio de moralidad remite, así, a
una cualidad de los sujetos agentes: lo moral es universal, y la universalidad,
como venimos viendo, se encuentra en lo aceptable en principio por todos los
sujetos autónomos y solidarios
(18) . Y todo ello puede ser seguramente aceptado, con las debidas
modificaciones y reservas, pero no puede pasarse por alto lo que hemos señalado.
La ética procedimental basa el valor moral en un rasgo -la universalidad
racional- que de ninguna manera garantiza la rectitud auténtica de lo que con
ese criterio se pueda determinar como moral.
En resumidas cuentas: la ética
procedimental, en la versión que de ella ofrece A. Cortina, contiene como tesis
significativas las cuatro siguientes:
- Es bueno que haya una ética compartida
por los miembros de la sociedad;
- Los cuales, como personas, tienen
valor absoluto.
- Esa ética compartida es
mínima;
- Y es racional y
universal.
Ahora señalemos, como se prometió, las
objeciones que se pueden añadir a las que hemos expuesto hasta
ahora.
1. En las éticas procedimentales se acentúa que el valor
moral es socialmente compartido. De este modo, la conciencia de cada hombre
tiene como verdadera medida y referente la posición de la comunidad. Es la
comunidad (fáctica o ideal) la verdadera sede determinadora del valor moral, y,
por ello, la conciencia moral de cada sujeto queda postergada, en una posición
que no puede ser aceptada de ninguna manera.
La calidad moral es primariamente
individual. Es cada hombre quien se encuentra originariamente con el qué hacer
con su vida y con los demás como compañeros de camino. Pero quien es feliz en su
caso, y quien en su caso es infeliz, es cada uno de los seres humanos. Quien es
llamado a la felicidad es cada hombre, no la comunidad formada por todos ellos,
o por algunos. Y por esta razón cabe decir que, frente a la posición
procedimentalista, es más verdadera la inversa: el referente de los valores
morales compartidos en la sociedad es la conciencia de los
individuos.
2. Además, la ética procedimental oculta, bajo el
formalismo (su apelación a la universalidad y a la racionalidad como criterios
morales), un relativismo, pues para los partidarios de esta ética sólo en el
diálogo hay verdad y hay bien moral. En general, son reacios, y se diría que por
pura alergia, a cualquier forma de afirmación absoluta de valores (en realidad,
no de todos, sino sólo de los valores distintos de los que ellos sostienen: el
diálogo, la persona autónoma, la solidaridad,
etc.).
3. En la misma línea, resulta que la democracia, tal
como la entiende A. Cortina, "no puede
contar con una noción compartida de bien común, sino con una sociedad pluralista, con distintas
concepciones de la vida buena; sociedad que, por tanto, no puede estar unida
sino por unos mínimos axiológicos o normativos, que posibilitan la convivencia
tolerante de las distintas formas de vida" (19) . En consecuencia,
para esta concepción de la vida humana, no hay nada que decir, desde un punto de
vista moral, acerca de la prudencia, la templanza y la fortaleza. Ninguna de
estas tres virtudes axiales tiene vigencia universal y absoluta. Todo se reduce
a la justicia, y ésta, por supuesto, reducida a mera igualdad solidaria entre los
hombres, sin ningún punto de referencia común. En fin: que la moral queda, en
manos de los procedimentalistas, magra y hética.
4. Todo lo anterior se explica bien porque los
procedimentalistas parten de la idea del hombre como ser completamente autónomo, en el sentido de por completo
desvinculado de cualquier autoridad humana o divina. Ahora bien, el ámbito de la
autonomía del hombre, en la medida en que este concepto puede ser admitido,
coincide exactamente con los lindes del ámbito de aquello de lo que el hombre es
dueño. Y el hombre, en rigor, no es dueño de su ser, sino sólo de su obrar. Un
obrar que, por derivar de un ser creado, no puede ser autónomo en todos los
órdenes, sino que se reduce, como a su principio, a lo que el hombre mismo es,
y, en definitiva, al Autor de ese mismo ser.
Frente a un autonomismo del hombre que
lo hace, en definitiva, ateo y abocado a la muerte y a la nada, ha de afirmarse,
como auténticamente verdadero, que la autonomía humana comienza por tener en su
primer plano el sometimiento a Dios. La primera virtud humana, la forma primera
del cabal y propio perfeccionamiento del hombre, es la religión. Por ello, una
democracia atea, o vergonzantemente "agnóstica", está condenada al fracaso,
por contraria al genuino bien del hombre.
Publicado en Revista Arbil n° 78
Notas
1) J. L. Gutiérrez,
Introducción a la
Doctrina Social de la Iglesia, Ariel, Barcelona, 2001, p.
33.
2) Ibid. Remite a Congregación para
la Educación
Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de
la Doctrina
Social de la
Iglesia en la formación de los sacerdotes, de
30-12-88.
3) Ibid. Remite a Orientaciones...,
2.11, 1.55, 1 y a otros documentos pontificios.
4) Op. cit., pp.
38-39.
5) P. Watson, Historia intelectual del
siglo XX, Crítica, Barcelona, 2002, p. 620.
6) A. J. Ruiz de Samaniego y M. Á. Ramos
(eds.), La generación de la democracia. Nuevo pensamiento filosófico en España,
Tecnos/Alianza, Madrid, 2002.
7) E. Guisán, Introducción a AA. VV.,
Ética laica y sociedad pluralista, Editorial Popular, Madrid, 1993, p. 13.
Escriben en este libro personajes tan destacados como Victorino Mayoral, Mariano
Aguirre, Jorge Novella, Marcelo Palacios, Luis Mª Cifuentes, Miguel A.
Quintanilla, Joan M. del Pozo, M. Núñez Encabo, E. Miret Magdalena y Alberto
Hidalgo. Organiza esta edición la Liga Española de
la Educación
y la Cultura
Popular.
8) A. Fernández, Compendio de teología
moral, Palabra, Madrid, 1995, p. 29.
9) A. Millán-Puelles, La libre
afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista, Rialp,
Madrid, 1994, passim.
10) A. Fernández, Op. cit., p.
27.
11) Op. cit., p.
29.
12) Op. cit., p.
27.
13) A. Cortina, Ética sin moral, Tecnos,
Madrid, 1990, p. 19, cit. en A. J. Ruiz de Samaniego y M. A. Ramos (eds.), Op.
cit., p. 71.
14) A. J. Ruiz de Samaniego y M. A.
Ramos (eds.), Op. cit., p. 65.
15) Cosa distinta es la de a quiénes
reconocen estos autores la índole de persona. Habitualmente se trata de seres
humanos adultos, sin entrar en la cuestión de la correlación entre naturaleza
humana y realidad personal. Así, pues, el subrayar la dignidad o valor de la
persona no implica eo ipso la condena, por ejemplo, del aborto provocado o de la
eutanasia.
16) A. Cortina, Ética aplicada y
democracia radical, Tecnos, Madrid, 1993, p. 201, cit. en A. J. Ruiz de
Samaniego y M. A. Ramos (eds.), Op. cit., p. 78.
17) A. Cortina, Ética sin moral, ed.
cit., pp. 111-112, cit. en A. J. Ruiz de Samaniego y M. A. Ramos (eds.), Op.
cit., p. 72.
18) Vid. A. Cortina, Ética aplicada y
democracia radical, ed. cit., pp. 100-101, cit. en A. J. Ruiz de Samaniego y M.
A. Ramos (eds.), Op. cit., p. 76.
19) A. Cortina, cit., p.
75.